Se acerca la fecha y esta vez le toca a ella. Martina arrastra su artrosis por la ciudad. Recorre todas las tiendas que puede. Cientos de ramos de tela para adornar las lápidas, se amontonan en estantes y escaparates. Rosas, claveles, orquídeas, margaritas, crisantemos, lirios, gladiolos, con sus diferentes combinaciones. A lo que hay que añadir el color, la base de hojas verdes y algunos detalles. Las posibilidades son infinitas ¿y si en esta tienda tienen justo lo que busco? ¿pero, qué es lo que busco? Recuerdo las palabras de mamá: rosas rojas para la abuela, flores amarillas para el abuelo, orquídeas para papá; y mientras buscábamos la más adecuada para cada uno de ellos, era como si aún estuvieran con nosotras ¿y para ti, mamá? ¿qué flores quieres tú? Ojalá te pudiera preguntar. Al final lo mejor es prepararlo una misma. De todos modos nada me convence; un poco soso, demasiado chillón, un tanto hortera, en azules ni hablar.
Ha oscurecido. Desde la ventana se ve un cielo opaco y denso. Las nubes esconden la luna. Sobre la mesa del salón está todo lo necesario para elaborar al menos una docena de ramos de flores. Un reloj cuenta las horas. Tiene que estar para mañana, porque es el día, porque las fechas son importantes. Martina trabaja incansable. No cena, se le ha cerrado el estómago. Concentrada, como el que estuviese a punto de fabricar ese invento que cambiará el mundo, esa medicina que salvará miles de vidas, añade una flor, quita otra, recorta un tallo. Ajusta los espacios entre ellas, orienta las hojas, los capullos, ahueca los pétalos. Se aleja y se acerca para mirar el ramo detenidamente, pero nada. No es lo que esperaba. No es lo que quiere para su madre. Repite la misma operación unas cuantas veces más. Añadir, quitar, recortar. Deshacer lo hecho. Rehacer lo deshecho. Si sólo pudiera crear ese ramo que se imagina. Si tuviera la satisfacción de algo tan bien hecho. Lo visualiza colocado en la lápida de su madre. Resalta junto a todas esas otras lápidas, todas desconocidas, todas iguales. Colocadas una tras otra en una monotonía que no termina nunca. Entonces se da cuenta: las flores tendrían que ser naturales ¿como no se le había ocurrido antes? ¿Cómo se va a comparar su belleza con la de las flores artificiales que ha comprado? Sale al jardín. Es plena noche. Las nubes caen como un manto de un negro apagado. Martina corta todo lo que tiene. Cuando vuelve, es como empezar de cero. Le pesan los ojos pero continua. Tras varios intentos desiste. Las flores naturales ganan en belleza pero pierden en simetría, en equilibrio. Son tan imperfectas. Quizá pueda mezclar ambas y así tener la mejor combinación. Así que sigue probando. Añadir, quitar, recortar. Deshacer lo hecho. Rehacer lo deshecho. Alejarse para verlo bien. El desastre de la mesa, las flores por el suelo, y el reloj marcando las horas incansable. Pronto amanecerá, y se da cuenta de que no puede más. De que no estará para mañana. Pero ella sigue. Se ha quedado dormida sobre la mesa mientras añade, quita, recorta, deshace, rehace, mientras el reloj al fondo marca su tic tac, el cielo se aclara, la luz sube por la capa densa de nubes, y en su sueño continúa preparando el ramo de flores. Un sueño del que no despertará.