Vicente apretó el disparador de la cámara y pilló in fraganti a sus dos hijas; desayunando en pijama y despeinadas. Acto seguido comenzaron las quejas, siempre igual papá ¿por qué nos sacas así?, y las risas de su padre. Estas sois vosotras de verdad, dijo cuando reveló la fotografía, le puso un marco y la colocó sobre el aparador del salón. Vicente, cariño, las nenas no salen bien, salió en defensa la madre; pero no había nada que hacer. La foto se quedaba allí.
Las hijas sólo querían exhibir las fotografías en las que aparecían radiantes, vestidas para alguna ocasión especial. Esas que sacaban a la luz sus mejores atributos; posadas, sonrientes e incluso con un vestido nuevo. Así que guardaban la foto de su padre en el cajón cuando los novios llegaban a casa, y Vicente se tragaba su disgusto a regañadientes, para luego sacarla y devolverla a su lugar.
Nadie entendía el por qué de aquella costumbre, pero Vicente estaba satisfecho con las muecas, las melenas enredadas y la ropa vieja de sus hijas. El resto del tiempo, las miraba con seriedad detrás de sus gafas, con un semblante recto y un gesto más recto aún, congelado en el pasar de los años.
Quizá era su manera de mantener a sus hijas como las niñas que ya no eran, o a lo mejor era el único humor que conocía, o incluso, podía ser un intento de romper esa distancia con ellas. Aunque a lo mejor lo hacía por él, en un esfuerzo por sacar algo singular de una vida cortada por el patrón que ya cosieron sus padres, y los padres de sus padres. Su pequeño acto de subversión.
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