Igual que se cambiaba de vestido, un día abrió el armario y se cambió de cuerpo. Colgó el suyo en el perchero y se puso uno de los que tenía guardados, como abrigos de piel con cabeza y pies. No aguantaba más. Había pasado los últimos meses mirándose al espejo, esos espejos malditos que tenía en casa y que no le permitían olvidarse de sí misma. Una mancha, una verruga, otra cana, otra arruga; así se revelaba ese cuerpo que tenía pegado a ella. Se imaginaba cómo sus facciones se deshacían poco a poco hasta no reconocerse, y esa imagen la aterrorizaba día y noche. Quería vivir con la ligereza de esos años en los que la muerte no existe.
A veces usaba el cuerpo de Spencer, un joven explorador que viajaba a lugares recónditos, surcaba océanos y cazaba búfalos. Las jóvenes le adoraban. Otras veces era Margarita, una niña de sonrisa tierna y llena de hoyuelos que acudía a casa de las viejas para que le invitaran a dulces y té. También estaba la joven seductora Rebeca, un cuerpo que se ponía con recelo, ya que envidiaba su singular belleza; o sino el gato Tadeo, para las ocasiones en las que deseaba dormir, acicalarse y cotillear por la ventana al vecindario.
Así pasaban los años, de un lado para otro, de un cuerpo a otro. Le hacían sentir renovada, diferente, pero pese a todo, algo la mantenía inquieta en esa vida leve y voluble. Tuvo una vez un prometido, estando en el cuerpo de Rebeca, al que finalmente rechazó. No pudo soportar la duda de si la amaba a ella, o a esos labios carnosos y ojos azules. Siendo Spencer había enamorado a innumerables jóvenes, que le perseguían hasta el acoso, pero se sentía un farsante cuando recibía sus miradas fogosas. Tampoco sabía si los vecinos le tenían cariño a ella o a los hoyuelos de Margarita, o si la señora del primero le ponía de comer solo por su gracia al ronronear.
A veces dormía con su alma desnuda, y eran esas noches las de mayor desasosiego. Le entraba una congoja inexplicable, como un temor primitivo. Se acordaba de su antiguo cuerpo, aquel que ya no aguantaba mirar. Se le había olvidado su nombre y su personalidad se había difuminado. ¿Quién era ella? se preguntaba por las noches, acurrucada bajo la manta. Se podía decir que lo echaba de menos, como la nostalgia de su viejo hogar, esa añoranza de lo conocido.
Abrió el armario y allí estaba, completamente envejecido. No era más que un despojo, la representación de sus horrores. Habían pasado más años de los que quería contar, pero al verlo se dio cuenta de que quería ponérselo. Era suyo. Aunque no llegaba a entender el significado de aquella palabra. Mío, se decía. Y se lo puso, como una vieja chaqueta que nos recuerda tiempos que fueron. Y se arrastró con él y su vejez por la casa, evitando su reflejo.
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