Al ver aquel escarabajo supe que era la reencarnación de mi abuela Flora. Lo supe por su mirada altiva y porque se posó sobre un juego de porcelana china que mi madre quería tirar. Sabía que vendrías, le digo, que no me dejarías sola y aburrida un verano más. Todos los veranos los pasamos aquí, en la casa del pueblo de la abuela Flora, huyendo del ruido y del calor de la ciudad.
Le traigo unas pastas y le pongo un poco de café en una de las tazas chinas. Mi abuela Flora toquetea las pastas con sus patas y antenas, y mete la cabeza en el café. Tranquila abuela, no dejaré que mamá se deshaga de tus cosas. Dice que quiere vaciar la casa y venderla, que sólo le da problemas. Tú siempre le decías que pone el grito en el cielo por todo.
La subo a mi mano y la llevo a la mesa camilla, su lugar favorito, junto a la ventana desde donde se ve la calle a través del visillo. Nos gustaba ver a la gente del pueblo pasar y tú me contabas sus historias: la de Facundo, el viejo cojo, que había luchado en la guerra y algunas noches se levantaba sonámbulo y sin cojear, daba la vuelta a la manzana con las manos sobre la cabeza repitiendo algo para sí; la de enfrente, la señora Trini, que desde que enviudó le daba miedo salir de casa, y cuando hacía la compra ponía esa mirada suspicaz e intentaba no cruzarse con nadie. A veces nos vigilaba desde la ventana de enfrente y tú jugabas a sorprenderla. Entonces ella se apartaba corriendo.
Mi abuela Flora se sacude bajo su caparazón y yo escucho una risa leve, proporcional a su tamaño. Mamá te decía que me ibas a llenar la cabeza de pájaros y a mí que saliese con los de mi edad, que me iba a malograr, y yo que qué era eso de malograr, y tú que no le hiciera ni caso, que el verano era para hacer lo que nos diera la gana.
La llevo a su antigua habitación y la dejo sobre el tocador. Se gira sobre sí misma delante del espejo para mirarse desde todos los ángulos y se acicala las antenas con sus patas. Yo le echo un poco de perfume y le paso el cepillo por encima. Estás muy guapa abuela, que pena que no puedas ponerte tu ropa.
Nunca llevaste luto al enviudar, decías que eso era para las viejas. Tú llevabas vestidos con flores, zapatos de tacón y lápiz de labios rojo, y mamá te lo reprochaba, te decía que la gente se te quedaba mirando y tú que era un antigua, y ella que de vez en cuando había que ser como todo el mundo y tú que eso era para la gente sin imaginación.
Te subes a mi mano y te llevo a la habitación del patio, donde pasaste tus últimos días. Desde la cama se ve el cielo, un viejo olivo y una fuente que gotea y parece marcar el tiempo. Te iba a ver por las tardes y jugábamos a las cartas. Te pusiste peor y me daba miedo acercarme, y ver que los pómulos te sobresalían y los ojos se te encogían. Tú me agarrabas la mejilla para decirme lo lozana que estaba. Me dijiste que no me preocupara por ti, que los familiares siempre vuelven, que hay que estar atentos.
Un día llenaron la habitación de flores. Te habían metido en una caja y puesto una ropa muy sosa. Parecías un mueble más. Yo te esperaba, abuela, como me dijiste. A veces era un gato, a veces una mariquita que se colaba en casa, pero ninguno daba señales de ser tú. Hasta que por fin llegaste.
Se escucha la puerta. Mis padres han vuelto. Meto corriendo a mi abuela en el bolsillo del vestido ¿Qué haces que no estás en la cama, Amelia? Mi madre me coge del brazo y me arrastra hasta mi cuarto. Mi padre se sienta delante de la tele con un vaso de cerveza y su matamoscas. Cuando mi madre me intenta quitar el vestido, la abuela Flora sale volando del bolsillo y mi madre suelta un chillido. Mi padre ve a la abuela corretear y le pega un sopapo con el matamoscas. Yo suelto un grito aún más ensordecedor ¡Habéis matado a la abuela Flora!