Es lo que pasa cuando eres el pequeño de la familia: todos se mueren antes que tú. La obsesión por guardarlo todo y la inconstancia vienen juntas entre los tuyos. La casa familiar, ahora de tu propiedad, se ve abarrotada por cachivaches antiguos, ropa de todos los tiempos y fotos desordenadas.
Te mudas allí cual explorador en tierras exóticas: quién sabe lo que puede aparecer entre unas sayas y unos tapetes. Te pones a organizar las fotos por orden cronológico, así que dejas de salir de casa ¿Para qué? Con la faena que tienes. Cincuenta años de dejadez son muchos, y necesitas reconducir a la familia. Decides usar el sombrero y bastón viejos de tu abuelo. Él siempre te dijo que había que ser un caballero, así que comienzas a saludar a los vecinos con una reverencia. Además, para no desentonar, te pones a afeitarte con navaja. Ya que estás, empiezas a usar la plancha de hierro que usaba tu abuela y a lavar la ropa a mano. Una noche, encuentras los trajes y pinturas de fiesta de tu madre, y en un arrebato de flexibilidad de género, te los pruebas. La vecina de enfrente te ve y te mira con mala cara. Desde entonces, cierras las persianas y te sumerges en tu vocación de arqueólogo doméstico. Un día, se va la luz y te decides a darle uso a los candelabros; otro día, encuentras la máquina antigua de coser y remiendas una bufanda para el frío; otro, aparece la vieja máquina de escribir y la pruebas con todos los nombres de los que ya no están.
Una noche, te miras al espejo, con el candelabro en la mano, vestido con la bata de tu madre y una bufanda a retales, y por ese carácter mudable característico de la familia, decides dejarte de tonterías y hacer tu vida.
Me encanta como escribes. Tienes el don de sacar partido a situaciones comunes, solo con los detalles y un final adecuado.
ResponderEliminar¡Muchas gracias Luis! Me gusta lo cotidiando, es lo que conozco mejor.
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