lunes, 14 de octubre de 2024

Alfonsito

Le miro fijamente con mi dedo apoyado sobre el interruptor de la lámpara, por si en aquel momento mueve el pecho, por si respira; o si el párpado se levanta, o por si su nariz respingona, tallada con gran esmero, hace algún gesto. Entonces, apago la luz, no sin antes alargar el cable con el interruptor hasta mi cama.

Tu hermano de madera, así lo llama mi padre, y tiene una cama igual que la mía. Duerme a mi lado en la habitación. Duerme, eso pienso yo. También me pregunto si yo fui de madera antes de ser una niña de carne y hueso. Me despierto sobresaltada para tocarme la cara y comprobar que es blanda, de piel, y comprobar también que mi hermano sigue ahí, tapado con una manta, como un niño de verdad.

Todas las mañanas veo a papá entrar en mi habitación y llevárselo con suavidad a la hora del desayuno. Buenos días, Samanta, dice con el pelele sentado sobre su rodilla. Buenos días, papá, buenos días Alfonsito, les digo yo. El que contesta siempre es Alfonsito. ‘Venga, menos rollos y a desayunar, niña, que estás muy flaca. Nadie consigue hacerse fuerte con zalamerías’. Papá, ¿habla él o hablas tú? le pregunto, y él suelta una carcajada burlona.

Mi padre se gana la vida como ventrílocuo y así cuida de mí, al faltar mi madre. Yo fantaseo con la idea de que Alfonsito fue un niño, que una maldición convirtió en muñeco de madera; que mi madre no pudo soportar ver a su hijo volverse un muñeco y se murió de pena.

Al hacerme mayor, mi padre me dice que Alfonsito se puede ruborizar con mi cuerpo de señorita y lo cambia de habitación. Yo nunca abandono la costumbre del interruptor. Me levanto agitada varias veces por la noche al más mínimo ruido y doy la luz. Espero verle en el umbral de la puerta, de pie, como el niño con vida que debía ser, con los mofletes encendidos al verme.

-Papá, nunca te veo mover los labios. - le digo un día.

-Claro, porque he practicado mucho.

-Eso es porque soy yo el que habla, niña, que no te enteras. El que mueve la boca es el que habla.

-Te voy a enseñar, Samanta.

-A mí la niña no me mete la mano por... -es lo último que dice antes de pasar de la rodilla de papá a la mía.

Aunque aprendo rápido, nunca creo que lo que digo con aquella otra voz sea yo misma. Esa voz no puede ser más que la de Alfonsito. Habla y habla, y las frases sarcásticas y despectivas salen naturales de su boca. A la gente le encanta escuchar aquello que no se atreve a decir, a veces ni a pensar. Se ríen hasta que se les desencaja la boca como si fuera la de Alfonsito.

Al morir mi padre Alfonsito se queda solo. Con ojos expectantes, me mira como si tuviera algo en la punta de la lengua. Yo le meto la mano por la espalda y le hago mirarme.

-Alfonsito, lo siento.

-Ahora sí que la has hecho buena Samanta, sin madre y sin padre. Ahora toca ganarse el pan sola. Por muy canija que seas, algo tendrás que comer ¿no?

-Pues sí, y tú me vas a ayudar.

-Quieres decir que yo lo voy a hacer todo, como siempre. Soy la estrella de la familia, ya lo sabes.

Mi padre ya se había hecho un nombre, así que nuestro espectáculo no tarda en ser conocido, por Alfonsito, tengo que reconocerlo, el público le adora. Yo nunca he dormido bien y ahora menos, pero en compañía todo es más fácil. Alfonsito duerme en mi cama, pero el interruptor lo tengo siempre cerca. Le doy la mano por las noches, y noto su tacto de madera junto al mío de carne y hueso. A veces espero que se convierta en humano, que yo me convierta en muñeco. Nunca sabes cómo pueden suceder estas cosas.


domingo, 9 de junio de 2024

La novia durmiente

Cuando encontraron a Amanda en aquel estado, algunos se preguntaron si podría despertarla un beso de amor, pero su prometido había huido para evitarse mayores contratiempos. 

¿Aún está viva? Lloró la madre ¿Qué ha pasado? Gritó el padre. Está en coma, sentenció el médico ¿Dónde está mi hijo? Gritó la suegra. No pude hacer nada por ella, dijo el curandero. Yo sé lo que ha pasado, dijo la amiga. Se ha muerto de aburrimiento. Ese Emilio es un soso. 

Los episodios de sueño empezaron la noche de la pedida de matrimonio. Emilio invitó a Amanda a un restaurante de precio moderado; estrategia que usaba cuando su novia daba señales de desinterés. Amanda, creo que deberíamos casarnos, le dijo, y a Amanda se le pasó toda su vida por delante: su primer amor, apasionado y tormentoso, que casi la lleva a perder la cabeza; el siguiente, un romance tierno que la distancia separó. Luego vino Emilio, que alivió ese instinto que la empujaba a la seguridad; un instinto que se había acentuado con la edad. De acuerdo, contestó. Puedo aprovechar las rebajas para comprar el traje, dijo él. Aquella misma noche comenzaron los episodios de sueño.

Emilio culpó al vino de tener que sacar casi a rastras a su prometida del restaurante. Luego la escuchó encadenar un bostezo con otro durante el viaje de vuelta a casa, hasta que la tiró como un saco en la cama al llegar ¿Te encuentras bien, cariño? Solo obtuvo ronquidos como respuesta. Debió ser la emoción, se dijo, pero aquello fue poco a poco a peor.

Desde entonces, cuando hablaban, la voz de Emilio, honda y nasal, le llegaba a Amanda como lejana. Su mirada monótona la hipnotizaba hasta el amodorramiento. Se le caían los párpados, a veces también la cabeza, golpeando la mesa con fuerza.

Los médicos no vieron nada en analíticas y demás exploraciones. Los curanderos recomendaron hierbas y ejercicios que no dieron resultado. Amanda tomaba más café que nunca, pero sus siestas eran cada vez más largas, hasta el punto de que apenas pasaban tiempo juntos en el que se mantuviese despierta.

Una noche Emilio, en un empeño por ignorar aquel inconveniente, y arrebatado de una pasión insólita en él, trató de intimar con su prometida. Cayó fulminada y así la encontraron, como presa de un hechizo.



 

viernes, 3 de mayo de 2024

El escarabajo

Al ver aquel escarabajo supe que era la reencarnación de mi abuela Flora. Lo supe por su mirada altiva y porque se posó sobre un juego de porcelana china que mi madre quería tirar. Sabía que vendrías, le digo, que no me dejarías sola y aburrida un verano más. Todos los veranos los pasamos aquí, en la casa del pueblo de la abuela Flora, huyendo del ruido y del calor de la ciudad.

Le traigo unas pastas y le pongo un poco de café en una de las tazas chinas. Mi abuela Flora toquetea las pastas con sus patas y antenas, y mete la cabeza en el café. Tranquila abuela, no dejaré que mamá se deshaga de tus cosas. Dice que quiere vaciar la casa y venderla, que sólo le da problemas. Tú siempre le decías que pone el grito en el cielo por todo.

La subo a mi mano y la llevo a la mesa camilla, su lugar favorito, junto a la ventana desde donde se ve la calle a través del visillo. Nos gustaba ver a la gente del pueblo pasar y tú me contabas sus historias: la de Facundo, el viejo cojo, que había luchado en la guerra y algunas noches se levantaba sonámbulo y sin cojear, daba la vuelta a la manzana con las manos sobre la cabeza repitiendo algo para sí; la de enfrente, la señora Trini, que desde que enviudó le daba miedo salir de casa, y cuando hacía la compra ponía esa mirada suspicaz e intentaba no cruzarse con nadie. A veces nos vigilaba desde la ventana de enfrente y tú jugabas a sorprenderla. Entonces ella se apartaba corriendo.

Mi abuela Flora se sacude bajo su caparazón y yo escucho una risa leve, proporcional a su tamaño. Mamá te decía que me ibas a llenar la cabeza de pájaros y a que saliese con los de mi edad, que me iba a malograr, y yo que qué era eso de malograr, y tú que no le hiciera ni caso, que el verano era para hacer lo que nos diera la gana.

La llevo a su antigua habitación y la dejo sobre el tocador. Se gira sobre sí misma delante del espejo para mirarse desde todos los ángulos y se acicala las antenas con sus patas. Yo le echo un poco de perfume y le paso el cepillo por encima. Estás muy guapa abuela, que pena que no puedas ponerte tu ropa.

Nunca llevaste luto al enviudar, decías que eso era para las viejas. Tú llevabas vestidos con flores, zapatos de tacón y lápiz de labios rojo, y mamá te lo reprochaba, te decía que la gente se te quedaba mirando y tú que era un antigua, y ella que de vez en cuando había que ser como todo el mundo y tú que eso era para la gente sin imaginación.

Te subes a mi mano y te llevo a la habitación del patio, donde pasaste tus últimos días. Desde la cama se ve el cielo, un viejo olivo y una fuente que gotea y parece marcar el tiempo. Te iba a ver por las tardes y jugábamos a las cartas. Te pusiste peor y me daba miedo acercarme, y ver que los pómulos te sobresalían y los ojos se te encogían. Tú me agarrabas la mejilla para decirme lo lozana que estaba. Me dijiste que no me preocupara por ti, que los familiares siempre vuelven, que hay que estar atentos.

Un día llenaron la habitación de flores. Te habían metido en una caja y puesto una ropa muy sosa. Parecías un mueble más. Yo te esperaba, abuela, como me dijiste. A veces era un gato, a veces una mariquita que se colaba en casa, pero ninguno daba señales de ser tú. Hasta que por fin llegaste.

Se escucha la puerta. Mis padres han vuelto. Meto corriendo a mi abuela en el bolsillo del vestido ¿Qué haces que no estás en la cama, Amelia? Mi madre me coge del brazo y me arrastra hasta mi cuarto. Mi padre se sienta delante de la tele con un vaso de cerveza y su matamoscas. Cuando mi madre me intenta quitar el vestido, la abuela Flora sale volando del bolsillo y mi madre suelta un chillido. Mi padre ve a la abuela corretear y le pega un sopapo con el matamoscas. Yo suelto un grito aún más ensordecedor ¡Habéis matado a la abuela Flora!

martes, 19 de marzo de 2024

Fotografías

Vicente apretó el disparador de la cámara y pilló in fraganti a sus dos hijas; desayunando en pijama y despeinadas. Acto seguido comenzaron las quejas, siempre igual papá ¿por qué nos sacas así?, y las risas de su padre. Estas sois vosotras de verdad, dijo cuando reveló la fotografía, le puso un marco y la colocó sobre el aparador del salón. Vicente, cariño, las nenas no salen bien, salió en defensa la madre; pero no había nada que hacer. La foto se quedaba allí.

Las hijas sólo querían exhibir las fotografías en las que aparecían radiantes, vestidas para alguna ocasión especial. Esas que sacaban a la luz sus mejores atributos; posadas, sonrientes e incluso con un vestido nuevo. Así que guardaban la foto de su padre en el cajón cuando los novios llegaban a casa, y Vicente se tragaba su disgusto a regañadientes, para luego sacarla y devolverla a su lugar.

Nadie entendía el por qué de aquella costumbre, pero Vicente estaba satisfecho con las muecas, las melenas enredadas y la ropa vieja de sus hijas. El resto del tiempo, las miraba con seriedad detrás de sus gafas, con un semblante recto y un gesto más recto aún, congelado en el pasar de los años.

Quizá era su manera de mantener a sus hijas como las niñas que ya no eran, o a lo mejor era el único humor que conocía, o incluso, podía ser un intento de romper esa distancia con ellas. Aunque a lo mejor lo hacía por él, en un esfuerzo por sacar algo singular de una vida cortada por el patrón que ya cosieron sus padres, y los padres de sus padres. Su pequeño acto de subversión.

miércoles, 31 de enero de 2024

Cuerpos

Igual que se cambiaba de vestido, un día abrió el armario y se cambió de cuerpo. Colgó el suyo en el perchero y se puso uno de los que tenía guardados, como abrigos de piel con cabeza y pies. No aguantaba más. Había pasado los últimos meses mirándose al espejo, esos espejos malditos que tenía en casa y que no le permitían olvidarse de sí misma. Una mancha, una verruga, otra cana, otra arruga; así se revelaba ese cuerpo que tenía pegado a ella. Se imaginaba cómo sus facciones se deshacían poco a poco hasta no reconocerse, y esa imagen la aterrorizaba día y noche. Quería vivir con la ligereza de esos años en los que la muerte no existe.

A veces usaba el cuerpo de Spencer, un joven explorador que viajaba a lugares recónditos, surcaba océanos y cazaba búfalos. Las jóvenes le adoraban. Otras veces era Margarita, una niña de sonrisa tierna y llena de hoyuelos que acudía a casa de las viejas para que le invitaran a dulces y té. También estaba la joven seductora Rebeca, un cuerpo que se ponía con recelo, ya que envidiaba su singular belleza; o sino el gato Tadeo, para las ocasiones en las que deseaba dormir, acicalarse y cotillear por la ventana al vecindario.

Así pasaban los años, de un lado para otro, de un cuerpo a otro. Le hacían sentir renovada, diferente, pero pese a todo, algo la mantenía inquieta en esa vida leve y voluble. Tuvo una vez un prometido, estando en el cuerpo de Rebeca, al que finalmente rechazó. No pudo soportar la duda de si la amaba a ella, o a esos labios carnosos y ojos azules. Siendo Spencer había enamorado a innumerables jóvenes, que le perseguían hasta el acoso, pero se sentía un farsante cuando recibía sus miradas fogosas. Tampoco sabía si los vecinos le tenían cariño a ella o a los hoyuelos de Margarita, o si la señora del primero le ponía de comer solo por su gracia al ronronear.

A veces dormía con su alma desnuda, y eran esas noches las de mayor desasosiego. Le entraba una congoja inexplicable, como un temor primitivo. Se acordaba de su antiguo cuerpo, aquel que ya no aguantaba mirar. Se le había olvidado su nombre y su personalidad se había difuminado. ¿Quién era ella? se preguntaba por las noches, acurrucada bajo la manta. Se podía decir que lo echaba de menos, como la nostalgia de su viejo hogar, esa añoranza de lo conocido.

Abrió el armario y allí estaba, completamente envejecido. No era más que un despojo, la representación de sus horrores. Habían pasado más años de los que quería contar, pero al verlo se dio cuenta de que quería ponérselo. Era suyo. Aunque no llegaba a entender el significado de aquella palabra. Mío, se decía. Y se lo puso, como una vieja chaqueta que nos recuerda tiempos que fueron. Y se arrastró con él y su vejez por la casa, evitando su reflejo.

miércoles, 29 de noviembre de 2023

Todos los Santos

Se acerca la fecha y esta vez le toca a ella. Martina arrastra su artrosis por la ciudad. Recorre todas las tiendas que puede. Cientos de ramos de tela para adornar las lápidas, se amontonan en estantes y escaparates. Rosas, claveles, orquídeas, margaritas, crisantemos, lirios, gladiolos, con sus diferentes combinaciones. A lo que hay que añadir el color, la base de hojas verdes y algunos detalles. Las posibilidades son infinitas ¿y si en esta tienda tienen justo lo que busco? ¿pero, qué es lo que busco? Recuerdo las palabras de mamá: rosas rojas para la abuela, flores amarillas para el abuelo, orquídeas para papá; y mientras buscábamos la más adecuada para cada uno de ellos, era como si aún estuvieran con nosotras ¿y para ti, mamá? ¿qué flores quieres tú? Ojalá te pudiera preguntar. Al final lo mejor es prepararlo una misma. De todos modos nada me convence; un poco soso, demasiado chillón, un tanto hortera, en azules ni hablar.

Ha oscurecido. Desde la ventana se ve un cielo opaco y denso. Las nubes esconden la luna. Sobre la mesa del salón está todo lo necesario para elaborar al menos una docena de ramos de flores. Un reloj cuenta las horas. Tiene que estar para mañana, porque es el día, porque las fechas son importantes. Martina trabaja incansable. No cena, se le ha cerrado el estómago. Concentrada, como el que estuviese a punto de fabricar ese invento que cambiará el mundo, esa medicina que salvará miles de vidas, añade una flor, quita otra, recorta un tallo. Ajusta los espacios entre ellas, orienta las hojas, los capullos, ahueca los pétalos. Se aleja y se acerca para mirar el ramo detenidamente, pero nada. No es lo que esperaba. No es lo que quiere para su madre. Repite la misma operación unas cuantas veces más. Añadir, quitar, recortar. Deshacer lo hecho. Rehacer lo deshecho. Si sólo pudiera crear ese ramo que se imagina. Si tuviera la satisfacción de algo tan bien hecho. Lo visualiza colocado en la lápida de su madre. Resalta junto a todas esas otras lápidas, todas desconocidas, todas iguales. Colocadas una tras otra en una monotonía que no termina nunca. Entonces se da cuenta: las flores tendrían que ser naturales ¿como no se le había ocurrido antes? ¿Cómo se va a comparar su belleza con la de las flores artificiales que ha comprado? Sale al jardín. Es plena noche. Las nubes caen como un manto de un negro apagado. Martina corta todo lo que tiene. Cuando vuelve, es como empezar de cero. Le pesan los ojos pero continua. Tras varios intentos desiste. Las flores naturales ganan en belleza pero pierden en simetría, en equilibrio. Son tan imperfectas. Quizá pueda mezclar ambas y así tener la mejor combinación. Así que sigue probando. Añadir, quitar, recortar. Deshacer lo hecho. Rehacer lo deshecho. Alejarse para verlo bien. El desastre de la mesa, las flores por el suelo, y el reloj marcando las horas incansable. Pronto amanecerá, y se da cuenta de que no puede más. De que no estará para mañana. Pero ella sigue. Se ha quedado dormida sobre la mesa mientras añade, quita, recorta, deshace, rehace, mientras el reloj al fondo marca su tic tac, el cielo se aclara, la luz sube por la capa densa de nubes, y en su sueño continúa preparando el ramo de flores. Un sueño del que no despertará.


domingo, 22 de octubre de 2023

Mimo

Aprendí a ser el reflejo silencioso de los demás, una sombra de cara blanca. Ser, solo cuando se es otro. Por eso cada día espero en el parque hasta que pasa alguien. Me acerco, le sigo, le imito; y así consumo el deseo de que mi presencia sea algo. Hasta que aparece ella. Me acerco, la sigo, la imito. A ella le gusta el juego. Eso creo. Me mira y puedo notar como mis gestos se sincronizan a los suyos. La mirada de sorpresa, la sonrisa. Tan natural como respirar. Mis brazos y piernas copian sus movimientos. El pasatiempo de cada día. 

Se me ocurre algo distinto esta vez. Traspasar lo cotidiano. Me lavo la cara. La suya se transforma de espanto al verme, como si se viese a sí misma. Cuando nos acercamos ya no somos dos. Pierdo partes de mí o gano las suyas, ¿quién sabe? Ya no sé si hay cuatro piernas, tres, dos. Cuatro brazos, tres, dos. Si soy o si somos. Tal vez es solo la ilusión de mi inexistencia. Cuando trato de alejarme, se queda sin sombra. Teme perder también su reflejo o su rostro. Todas esas cosas que le hacen ser ella. Así que me quedo. Me acerco más y más, hasta que llega la noche y todo se desfigura. Sin quererlo, he cruzado una línea sin retorno. Ha ocurrido lo inesperado. Dejar de ser nadie, para convertirme en otro.