Le miro fijamente con mi dedo apoyado sobre el interruptor de la lámpara, por si en aquel momento mueve el pecho, por si respira; o si el párpado se levanta, o por si su nariz respingona, tallada con gran esmero, hace algún gesto. Entonces, apago la luz, no sin antes alargar el cable con el interruptor hasta mi cama.
Tu hermano de madera, así lo llama mi padre, y tiene una cama igual que la mía. Duerme a mi lado en la habitación. Duerme, eso pienso yo. También me pregunto si yo fui de madera antes de ser una niña de carne y hueso. Me despierto sobresaltada para tocarme la cara y comprobar que es blanda, de piel, y comprobar también que mi hermano sigue ahí, tapado con una manta, como un niño de verdad.
Todas las mañanas veo a papá entrar en mi habitación y llevárselo con suavidad a la hora del desayuno. Buenos días, Samanta, dice con el pelele sentado sobre su rodilla. Buenos días, papá, buenos días Alfonsito, les digo yo. El que contesta siempre es Alfonsito. ‘Venga, menos rollos y a desayunar, niña, que estás muy flaca. Nadie consigue hacerse fuerte con zalamerías’. Papá, ¿habla él o hablas tú? le pregunto, y él suelta una carcajada burlona.
Mi padre se gana la vida como ventrílocuo y así cuida de mí, al faltar mi madre. Yo fantaseo con la idea de que Alfonsito fue un niño, que una maldición convirtió en muñeco de madera; que mi madre no pudo soportar ver a su hijo volverse un muñeco y se murió de pena.
Al hacerme mayor, mi padre me dice que Alfonsito se puede ruborizar con mi cuerpo de señorita y lo cambia de habitación. Yo nunca abandono la costumbre del interruptor. Me levanto agitada varias veces por la noche al más mínimo ruido y doy la luz. Espero verle en el umbral de la puerta, de pie, como el niño con vida que debía ser, con los mofletes encendidos al verme.
-Papá, nunca te veo mover los labios. - le digo un día.
-Claro, porque he practicado mucho.
-Eso es porque soy yo el que habla, niña, que no te enteras. El que mueve la boca es el que habla.
-Te voy a enseñar, Samanta.
-A mí la niña no me mete la mano por... -es lo último que dice antes de pasar de la rodilla de papá a la mía.
Aunque aprendo rápido, nunca creo que lo que digo con aquella otra voz sea yo misma. Esa voz no puede ser más que la de Alfonsito. Habla y habla, y las frases sarcásticas y despectivas salen naturales de su boca. A la gente le encanta escuchar aquello que no se atreve a decir, a veces ni a pensar. Se ríen hasta que se les desencaja la boca como si fuera la de Alfonsito.
Al morir mi padre Alfonsito se queda solo. Con ojos expectantes, me mira como si tuviera algo en la punta de la lengua. Yo le meto la mano por la espalda y le hago mirarme.
-Alfonsito, lo siento.
-Ahora sí que la has hecho buena Samanta, sin madre y sin padre. Ahora toca ganarse el pan sola. Por muy canija que seas, algo tendrás que comer ¿no?
-Pues sí, y tú me vas a ayudar.
-Quieres decir que yo lo voy a hacer todo, como siempre. Soy la estrella de la familia, ya lo sabes.
Mi padre ya se había hecho un nombre, así que nuestro espectáculo no tarda en ser conocido, por Alfonsito, tengo que reconocerlo, el público le adora. Yo nunca he dormido bien y ahora menos, pero en compañía todo es más fácil. Alfonsito duerme en mi cama, pero el interruptor lo tengo siempre cerca. Le doy la mano por las noches, y noto su tacto de madera junto al mío de carne y hueso. A veces espero que se convierta en humano, que yo me convierta en muñeco. Nunca sabes cómo pueden suceder estas cosas.