Sé que mi tía Roberta
está conmigo. Cuando huele a humo de pipa. Cuando huele a muerto. Cuando apago
las luces de noche y me envuelve la negrura. Un carácter así se impregna en las
paredes.
Quítale esas ideas a
tu tía, cariño, le decía mi padre a mi madre cuando Roberta aún vivía. Sentada
siempre en el sillón, recortada su silueta en la ventana; fuma de su pipa, lee
el periódico y se arrima la estufa a las faldas. Aquí tenéis que publicar mi
esquela, hija, con letra grande mi nombre, como ésta. Que se vea la primera.
Ella se ríe con la
boca abierta, la piel encogida como la de un acordeón. Unos pelos blancos salen
de su calavera. Esta es la piedra que quiero para mi lápida. Esto otro ni se te
ocurra, que parece un banco de cocina. Vale, tía Roberta. Y esta foto. No me
pongas vieja que me meto en tus sueños después de muerta. Vale, tía Roberta. Ya
hablo yo con la funeraria. He quedado con ellos esta tarde ¿Qué dices, tía
Roberta?
Mi tía dice que hay
que arreglarse para las citas, y que la suya es más formal porque se va sin
dejar nada. Quiere ver como la llevan a enterrar. Sube al coche, metida en su
ataúd y recorre el camino que separa su casa del cementerio. Fuma de su pipa.
Mira el cielo. Ahí me voy, me dice, pero no directa. No he cometido pecados de hecho
pero sí de pensamiento, hija. Reza por mí, a ver si llego al paraíso.
La señora está senil,
decía mi padre, pero yo no le creo. Roberta dice que la muerte ya la visita. Se
sienta y mira el sillón de enfrente con sus ojos resecos. Entre el humo de la
pipa, me dice, entre el humo se me aparece la parca. Mira, niña, mira. Tienes
que ser paciente para verla. Me sube sobre sus rodillas con sus manos de trapo.
Entonces la oscuridad dibuja lo que la luz esconde. Es negra, niña, es negra, y
sólo en lo negro se aparece. Es negra, niña, y sólo a los muertos viene a ver.
Pero tú no estás muerta. Le digo, y Roberta se ríe como un cráneo viviente.
Mi marido no lo
entiende, pero yo sé que mi tía está conmigo. A veces tengo miedo. Ese miedo
hacia aquello que no quieres creer, por si creerlo te hace perder la cabeza. La
busco, como ella buscaba a la parca, en la negrura. En el sillón, cuando todos
duermen ¿Qué haces, cariño? Pregunta mi marido. Huele a pipa. Huele a muerto.
Yo miro hacia el sillón vacío, paciente, a ver si el humo se mueve, a ver si
aparece su silueta.
¡Muy intenso! Creo que, como a mí, a muchos lectores les traerá recuerdos de esos familiares mayores que nos han transmitido la crrcanía a la muerte como algo misterioso y aterrador, y a la vez cercano y natural.
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