domingo, 11 de diciembre de 2022

Animales de compañía

De pequeña, en las noches de verano, mi madre, mi abuelo y yo salíamos al jardín linterna en mano para recoger caracoles como tres exploradores de una selva doméstica. Andábamos de puntillas por el césped con el miedo de escuchar el 'crack' de un inocente. Si es que se me comen las plantas pero no puedo verlos sufrir, decía mi madre. Luego dejábamos a las víctimas babosas toda la noche en la cocina dentro de una cazuela, para sorpresa de mi abuela que acostumbraba comérselos. La tapábamos con un colador de pasta para que no escapasen de su celda temporal, y a la mañana siguiente los dejábamos en el campo más cercano. Yo me despedía tocándoles los cuernos, que desaparecían en su cuerpo blando para reaparecer al segundo siguiente.

Así empezó todo. Después mi madre adoptó una gata preñada que rondaba el jardín. Las crías se perdían por todos los rincones de la casa ¡Cuidado no los pises! Era la expresión habitual, así que mi padre se quedaba como una estatua en el sofá cara a la tele para no estorbar.

También instaló unas jaulas en el salón donde acogía pájaros extraviados que con sus cuidados crecían sanos y fuertes. Yo no entendía cómo podían convivir gatos con pájaros, pero mi madre decía que si todos estaban alimentados y satisfechos, todos se llevaban bien. Sólo una vez vi a una gata dar un brinco sobre una jaula porque llegaba con mucho hambre. Mi madre, en uno de esos pocos arranques de vehemencia que a veces tenía, me dijo que los animales, a diferencia de las personas, no hacían daño con mala intención.

Cuando alguna de sus mascotas moría, mi abuelo le cavaba un hoyo en el jardín. Entonces se repetía la misma escena digna de una obra de teatro perfectamente ensayada: a mi madre se la escuchaba sollozar todo el día, mi abuela replicaba un por mí no llorarías tanto, y mi padre un aquí lo importante son los animales no las personas.

Animal que entraba, animal que se quedaba en aquel extraño paraíso de mi madre. Los amigos y familiares venían, se divertían y no preguntaban, como el que disfruta con una rareza que no le atañe. Mi madre se afanaba por limpiar la casa, y por sobrealimentar a los invitados, tal como hacía con sus mascotas. Parecía encantada de tener visitas, pero siempre que se iban me decía que cuanto más conocía a las personas más le gustaban los animales.

Poco a poco la casa se fue desocupando, mis abuelos murieron y yo me fui. Se quedaron ella y mi padre, que pocas veces abandonaba sofá y televisor. Yo no quise tener mascota, no quise desarrollar esa sensibilidad de mi madre por si me hacía más mal que bien. Sólo mis hijos disfrutaban con la situación y sus ocurrencias, cada vez más chocantes. 

En las habitaciones desocupadas acogió nuevos animales: una vez rescató unos erizos huérfanos muy pequeños que crecieron dóciles y cariñosos; otra vez, un conejo herido al que salvó la vida y que se adaptó a las comodidades rápidamente, y hasta en una ocasión, cuidó una mantis religiosa que liberó al poco tiempo porque le daba miedo como la miraba. Los gatos paseaban a sus anchas por la casa y dormían con ella. Los pájaros seguían presidiendo el salón y armaban un revuelo de sonidos ensordecedor. A ninguno le faltaba de nada, aunque cada vez estaba todo más desastrado y sucio.

Cuando mi padre murió, mi madre acogió a un sapo y le hizo un acuario. Me daba un poco de aprensión por lo feo que es pero le he cogido cariño, me dijo la última vez que nos vimos. Con todo lo que yo he sido y mira ahora, como si la casa se cae a trozos. Sólo me pidió que me llevase a sus dos gatas favoritas y al sapo. Yo acepté a regañadientes. Luego abrí todas las puertas y jaulas de la casa, y lo dejé así por unos días. Cuando volví ya no había nada.


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